Sociedad | Crisis sanitaria

Defensas que dañan

La emergencia de una nueva enfermedad, altamente contagiosa y con efectos graves, tomó desprevenidos a casi todos en el mundo. Transcurridos seis meses de su declaración como pandemia por la Organización Mundial de la Salud (OMS) muchas de sus características ya se han descubierto, hasta el punto que más de un centenar de vacunas se están ensayando en diferentes partes del mundo para prevenirla. Pero la incertidumbre persiste y no es fácil lidiar con la impotencia que produce.
Buenos Aires, 4 de agosto de 2020. Con todo el asombroso progreso en el conocimiento de esta nueva enfermedad, lejos estamos de tener certezas de cómo habrá de evolucionar. Pocos días después de que en algunos países se la diese por terminada, reaparece y con fuerza. La idea de que sería más virulenta en tiempos fríos ha sido desmentida por la experiencia europea y latinoamericana. Cuando se confiaba que para los más jóvenes era benigna, empiezan a aparecer casos mortales a corta edad. 

Gran parte de precarias certezas que se fueron construyendo intercambiando frenéticamente conocimientos por todo el planeta, siguen un curso zigzagueante en el que lo que hoy es seguro, mañana no lo es tanto. Esto decepciona a muchos, que no toleran la idea de que el conocimiento científico se acumula de a poco, en base al ensayo y el error, muchas veces involuntario.

La impaciencia y la decepción ante la palabra médica es un indicio fuerte de la angustia que embarga a muchos, que temen morir o perder a sus seres queridos. Es comprensible. Un enemigo insidioso e invisible, frente al que poco se puede hacer más que aislarnos mientras nos acecha, es aterrorizante y persecutorio. Sobre todo por la sensación de impotencia en la que nos sume.

No es fácil lidiar con estas emociones que nos inundan y paralizan. Un modo que muchos tienen es poner en juego meticulosos rituales de control e higiene, cuya implementación deja exhausto a más de uno, pero que tranquiliza poco, porque nunca se tiene la plena seguridad de haber tomado todos los recaudos. De este modo, entrar y salir de la casa, recibir o entregar cosas, hacer las compras en el supermercado, todo se vuelve algo tenso y agobiante.

La otra forma de escapar del miedo es negar la amenaza. Convencidos de que nada hay que temer, podemos dedicarnos a nuestra cotidianeidad de modo desafiante y despreciar a los que se rinden ante temores infundados, instalados por poderes que siempre mienten. Ni la prensa ni las organizaciones internacionales, y mucho menos los gobiernos o los políticos, tienen buena fama. Quien más quien menos, una mayoría se ha visto defraudada o está instalada en un cínico escepticismo respecto de todo lo que aparezca investido de cierto poder.

Estos mecanismos que usamos para defendernos de una angustia que sentimos que puede desbordarnos, no son expresión de una enfermedad psíquica. Muestran las formas más rígidas de afrontar con los recursos internos a la mano, los más disponibles, una situación que, por absolutamente nueva, nos encuentra desarmados, desnudos y vulnerables. 

Esta dimensión de la pandemia ha sido dejada de lado por la mayor parte de las autoridades. Se apela al discurso racional. Se muestran cuadros, estadísticas, números, cuando la mayor parte de las audiencias tiene miedo, sobre todo de verse dentro de esas escenas dantescas, como caer ahogados en medio de la calle sin que nadie pueda auxiliarnos, o no poder ver ni tocar a un ser querido derrotado por la enfermedad tras días de solitaria agonía en un hospital. 

El impacto psicológico de lo que estamos viviendo, en todos y cada uno de nosotros, no sólo pasa por el hastío ante una cuarentena que se multiplica indefinidamente, la frustración por un remedio que no aparece o la incertidumbre por una situación económica que se deteriora a cada minuto. Eso existe, por supuesto. Pero flota sobre un profundo océano de miedo. No se trata de preocupaciones, sino de una intensa angustia, con la que nos cuesta conectarnos porque sentimos que nos desbarata y nos paraliza.

Compartir el dolor y la angustia, haciendo cosas con los demás y para ayudar a otros, por el contrario nos devuelve la fortaleza que necesitamos para sobrellevar un momento tan complejo. Sea en el espacio de la propia familia ampliada, sea en el de la comunidad, el compartir acciones nos aleja de la sensación de impotencia. Podemos hacer algo. No estamos obligados a esperar que las cosas sucedan. Somos capaces de tomar la iniciativa y hacer algo útil y bueno para quien lo necesita. 

No sólo se trata de ayudar. Eso es bueno y es cierto que muchos lo necesitan. Una mano fraterna nunca bien mal en tiempos difíciles. Pero ayudar sobre todo nos ayuda a nosotros mismos, en la medida que nos hace protagonistas activos de nuestro presente, tanto o más que lo que puede significar de diferencia para otro. Tener la certeza de estar haciendo algo, además de útil, es mucho más gratificante que estar quieto esperando que todo pase. Es lo que experimentan todos los imprescindibles de este momento, que se multiplican en comedores, comités de emergencia solidaria, militancias populares de todas las formas. Abrigar al que está a la intemperie también nos abriga a nosotros. En el encuentro con el otro recuperamos nuestra propia humanidad.

Al contrario de la negación del riesgo, que puede ser suicida, o de la exasperación obsesiva del intento frustrante de pretender tenerlo todo bajo control, la acción solidaria no es una defensa que daña, sino una salida hacia un mejor equilibrio interno, que nos devuelve nuestra propia salud mental.

Lic. Gerardo Codina

Compartir nota en las redes sociales Enviar Imprimir

Dejanos tu comentario